martes, mayo 12, 2009

Un paralelo equivocado

En cierta ocasión me desperté del revés y todo ocurrió como nunca debería haber ocurrido, pues me levanté dormido.
Viví la vida como un sueño y acabé pellizcándome los mofletes para saber cuando volvería a la realidad. Comí, bebí, hablé, trabajé…. Y sin embargo me resultó todo tan intangible, tan irreal, como el viaje en una blanca y suave nube.
No obstante, lo peor no fue eso, que aunque desagradable fue penosamente soportable, sino que en la hora de acostarme, al acabar tan largo día, me sumergí en la irrealidad de los sueños y comprendí que me había despertado del revés, en medio de mis propios sueños y sin ninguna posibilidad de poder evitarlos.
Así pues, me convertí en el hombre dormido y, al caer la noche, en un sueño despierto. Dos mundos con un mismo origen, dos mundos paralelos, y un viajero equivocado.
Mis amistades mas reales brotaban por entre los pliegues de mi cerebro, mientras descansaban sobre la almohada, y mi trabajo, mi casa, el origen de mi propia vida, vagaba entre las neblinas de un ser descoordinado, sin ninguna coherencia vital.
No tardaron en encerrarme en un psiquiátrico, en un lugar en donde mis balanceos tuvieran algún tipo de asidero aunque solo fuera material. Una especie de anclaje para mi viaje equivocado.
Mientras, en los sueños, viví la más dura de las fantasías. Pude profundizar y analizar con claridad los momentos imaginados en la profundidad de mi cerebro, retratar los colores de mi imaginación, e incluso tocar los seres imaginados de cada sueño. Volví a la infancia en numerosas ocasiones, acabé aplastado tras caer de una enorme montaña o de un andamio situado en el último piso de un rascacielos, practiqué todo tipo de sexo, y con todo tipo de cosas, animales, personas, incluso monstruos monstruosos.
Viajé, robé, devoré y fui devorado…

Todo eso, todo eso, hasta que desperté del derecho y me dieron el alta en el psiquiátrico en donde estaba ingresado. Luego, me hicieron creer que todo había sido mentira y que la única realidad era la producida por el propio mundo real.
Se olvidaron, no obstante, de catalogar mi propia persona y decir si en realidad yoera un ser real o, sencillamente, un espurio fantasioso.

martes, diciembre 23, 2008

La clave

El doctor Anigramopoulos observaba la pared de la cueva con cierto detenimiento. Había descifrado casi por completo el significado de los símbolos allí expuestos, plasmados por un vieja raza hacía millones de años.
Si, comprendía que aquellas enormes montañas tan geométricas debían haber sido viviendas. O que aquellos armatrostes de metal eran vehículos sobre ruedas y tal y como los Gramopoulos habían utilizado en su reciente historia.
También comprendía que aquella raza había sido bastante social, que habían aprendido a vivir juntos y que habían colaborado en el desarrollo de su civilización.
Sin embargo, había algo que se le escapaba... aquel símbolo en las paredes, tan sencillo, tan pequeño, le era imposible de descifrar. Y una extraña desazón le recorría por dentro. Sabía que aun siendo tan simple, el símbolo escondía algo fundamental e importantísimo sobre la raza que llevaba estudiando toda su vida.
Esa curva acostada, esa referencia constante en todas las imágenes de los habitantes de aquel lejano pasado.
Activó el ordenador en el aire y empezó a pasar todas las fotos que había podido recopilar en esa cueva llamada Metro... La mayoría eran rostros de la raza desaparecida y la mayoría tenían la curva acostada dibujada sobre sus caras...
Que significaba, que significaba aquel gesto.
El doctor Anigramopoulos desconectó las imágenes, hastiado por haberlas visto mil veces, y subió hacia la superficie de mala gana, y sin haber desentrañado una vez mas el significado de una sonrisa...

sábado, noviembre 08, 2008

Tal palo

Las sombras tenían la forma de un par de monjes vistos de perfil. Se asentaban sobre el grueso marco de piedra de la entrada y se movían al ritmo del crepitar de las llamas. Mi fiel Bondadoso las miraba entretenido mientras yo lo acariciaba. De vez en cuando, al par del alboroto de la hoguera, erguía sus orejas como si entendiera el lenguaje de la lumbre y ponía en tensión todas las facciones de su feo rostro.
Estábamos solos en el castillo, abandonados por la suerte, y esperaba la llegada del verdugo: de mi padre, a quien había intentado arrebatarle la corona del reino tras una “soberana” traición.
- Inútil – me parecía oír en el silencio, muy dentro de mí.
Y en verdad que sí. Era un inútil. Me había vendido al enemigo para obtener aquello que la salud de hierro de mi progenitor me negaba y, finalmente, el viejo y toda su cohorte de bellacos sanguinarios habían acabado con mis nuevos aliados, con mis esperanzas y, por seguro, con una vida a la que a lo sumo no quedaría mucho más de cien alientos.
- Inútil – esta vez si: era la voz rota del rey, entrando en el salón -. Encargas un trabajo de hombres a una pandilla de inútiles y el mas inútil, mi propio hijo, se queda a la carón de las brasas, frotándole las nalgas a un chucho apestoso.
Bondadoso, mi perro, lo miró sin mucho interés. La historia, a pesar de haberlo nombrado, no iba con él.
- Padre, yo…
- ¿¡¡¡ Qué le habré hecho yo a ese dios tan miserable!!!?? ¡¡¿¿Qué le habré hecho?!!! ¿¡¡Qué le habré hecho para merecer un vástago tan inútil??!!
Inútil, era sin duda su palabra favorita. No se de quien la habría aprendido en la niñez, pero de buen maestro sin duda.
- ¿Y ahora? – me preguntó, como si mi respuesta valiera algo.
- Yo….
- ¡Cállate! ¡No quiero oír tu voz nunca más!
Cerré la boca compungido, apretando los labios, y esperé mi sentencia.
Bondadoso, a mi lado, se despellejaba tras las orejas con su pata trasera.
-Te cortaré la cabeza… No – se rectificó -, el hijo de un rey no puede morir decapitado. Es un mal ejemplo que no debe cundir. Mejor – continuó -, te desmembraré las extremidades con el galope de mis caballos…. Mas… tu madre no lo vería demasiado bien; sobre todo por los invitados a tu entierro y la mala imagen del descosido.
Paseó un buen rato por el salón, entre las sombras que provocaba la hoguera sobre los tapices de las paredes, hasta que, iluminado en la tibia oscuridad, se detuvo y dijo no sin cierta alegría:
- Ya se. Mañana saldremos de caza, a los bosques de la Traba, y una ballesta te atravesará el corazón de lado a lado y con muy mala suerte. Así, morirás con cierto honor, sin provocar suspicacias, y sobre los campos en donde algún día deberías reinar. Más…
Se detuvo de nuevo, apesarado, y se echó las manos a la cabeza.
- Más si es mi arma la que te siegue la vida, aun ha de haber algún noble que se ría de mi mala puntería y…
- Puede hacerlo cualquier soldado – le apunté con cierta gracia.
- ¿Y negarme el placer de arrancarte yo mismo la vida?
Le miré a los ojos, a aquellos ojos que despedían chispas, culebras, y algún que otro sapo rugoso y rojizo, y antes de que su apestosa boca se abriera para decirlo, lo dije yo mismo:
- Inútil.
Bondadoso miró al rey, quizás esperando una furia desatada, pero pronto, muy pronto, se dio cuenta de que su amo tenía a quien parecerse, por lo que, aburrido, el chucho se volvió hacia la hoguera, estiró todo su cuerpo, y siguió durmiendo ante la falta de novedades.

sábado, octubre 25, 2008

Sin escrúpulos

Una fría niebla desciende por la ladera. Sobre la hierba brilla el manto de la humedad como si fuera un campo de estrellas. Cruzo las piernas y me siento. Enciendo un cigarro, aspiro el humo, y dejo que el soplo de mis pulmones se mezcle con la atmósfera que me rodea.
Es de noche, muy oscura, sin sonidos ni distracciones.
Solo yo.
Me cubro con una manta: rodeo los hombros y aprovecho un resquicio de la misma para limpiar el sudor de mi frente.
Suena el móvil.
Abro los ojos, desaparece la niebla, desaparece la hierba, desaparece la noche….
- Si.
- Tiene que ser hoy.
- De acuerdo – y apago el móvil.
Cierro los ojos y me encuentro de nuevo en la ladera de una montaña, a un millón de años luz de mi planeta y esperando que baje el demonio de la cumbre en donde está escondido.
Espero.
Enciendo otro cigarrillo.
Por detrás de una pequeña loma atisbo una figura errática que camina sin rumbo, haciendo eses, como si fuera una cometa sin cola empujada por el viento.
Es el demonio.
Saco el rifle de su funda, apago el cigarrillo.
El demonio sigue bajando, confiado en su soledad.
Apunto….
Sin embargo, hay algo que me confunde. Un sonido, un extraño sonido que jamás creí poder oír en semejante ser.
El demonio está llorando. Llora de rabia y a borbotones. Su horrible rostro esta lleno brillantes lagunas y de la nariz respingona cuelga un enorme lagrimón.
Me levanto y dejo que me vea.
Se sorprende y deja de llorar.
- Tienes que volver – le digo.
- No quiero.
- Lo siento – le digo mientras levantó el largo cañón del rifle -. Es una orden.
- No lo hagas.
Apunto…. Disparo…. y desaparece la niebla, desaparece la montaña, desaparece todo.
Me encuentro en mi hogar, con mi vida, con mis cosas… y con una lucha interna resuelta. Vuelvo a ser yo, en mi justo equilibrio.
Y suena el móvil.
- ¿Ya lo has hecho? – me pregunta mi jefe de nuevo.
- No, aun no.
- ¿Y a qué esperas?
Cuelgo.
Cierro los ojos, veo a mi demonio, a mi horrible demonio interior, preso de mil cadenas, encerrado en la cárcel de mis carnes y de mis pensamientos, y me dirijo hacia mi lugar en el mundo, a hacer lo que haga falta, a hacer lo que me pida y sin protestar.
Sin escrúpulos.

jueves, septiembre 18, 2008

White

Redlong abatió todos sus folios contra la pared y se levantó de su sillón muy enfadado. Desde hacía meses, casi un año, no era capaz de articular mas de cinco párrafos seguidos, como si su inspiración narrativa hubiese sido arrancada de su mente para siempre y sus neuronas literarias hubiesen sido absorbidas por la nada sideral; y así, sus plazos con las revistas para las que trabajaba empezaron a vencer, dejando que su cuenta corriente quebrara al no recibir pecunio económico alguno.
Redlong estaba desesperado. Su casa, su coche, su familia... Todo aquello que había construido alrededor de sus palabras podía derrumbarse ante la miseria y, lo peor de todo, es que no sabía de las causas de su desazón lingüística.
Al parecer, su fin como escritor, la gran sequía, la tumba perpetua de su musa, había llegado.
No obstante, quedaba una salida, una única oportunidad a la que siempre se había negado amparándose en la honestidad y en el buen trabajo; pero que, llegados estos momentos y ante lo que ahora vivía, parecía obligado a hacer:
Redlong acudió a las oficinas de los laboratorios NILL-BOK, situados en el edificio más alto de Bolonia, y pidió una entrevista con uno de los sub-directores.
Mister Hansen recibió a Redlong en su amplio y luminoso despacho, decorado con numerosas esculturas metálicas de acero inoxidable que hacían referencia al mar, tanto a los habitantes de las profundidades como a los vehículos marinos, y en el que cada objeto parecía fruto de una extraña perspectiva, como reflejados en espejos cóncavos, o deformes.
- Este, Mr. Redlong, es, aunque no lo parezca, un Clipper: el velero que revolucionó el tráfico marítimo.
A Redlong poco le importaban las explicaciones artísticas de Hansen. Sin embargo, sabía que era un preámbulo hacia la consulta que había venido a realizar y aguantaba estoicamente la perorata del alemán.
- Interesante...
- Este, este.... es un narval.... y aquello un elefante marino...
- Vera, Mr. Hansen... yo...
- Tranquilo Redlong. No se preocupe por nada. Yo ya se a que ha venido.
- Sin embargo, quería dejar las cosas claras.
- No tiene que dar explicación alguna. Lo que le está sucediendo es bastante común y nuestros laboratorios han conseguido el remedio perfecto.
- Pero....
- Si, Redlong... Comprendo sus precauciones al respeto. Se trata, de momento, de un asunto ilegal, al margen de la ley y, mientras no se aclaren las cosas, puede estar usted tranquilo con nuestra total discrección. Somos los más interesados en que lo suyo no llegué a oídos de nadie y NILL-BOK, aparte de garantizar el perfecto funcionamiento de su producto, le deja muy claro que incluso esta entrevista no ha existido nunca.
- ¿En que consiste?
- Usted sabe de sobra lo que es el dopaje en el deporte.
Redlong asintió.
- Pues bien, hemos creado una sustancia capaz de activar la parte creativa del cerebro y potenciar la imaginación hasta los extremos más insospechados.
- ¿Me puede dar algún ejemplo...algún resultado tangible?
- Por supuesto que no. Pero tenga por seguro que muchos de los más grandes éxitos artísticos que tenemos hoy en el candelero son obra y ayuda de nuestro producto....de nombre... llamémoslo White.
- ¿Porqué lo comparaba antes con el dopaje de los deportistas? ¿No es una comparación un tanto desafortunada?
Mister Hansen sonrió. Al parecer, el literato gustaba de las comparaciones; también de las aclaraciones. Sin embargo, el hombre no podía ocultar del todo su desesperación, la marcada necesidad que tenía de la droga que muy pronto iba a tomar.
- Cuando usted consuma el White recuperará y aumentará su producción literaria. Como el deportista, llegará antes y mejor a la meta. No obstante, y ahí esta el quid del asunto, también tiene su lado negativo.
-¿Cual?
- Su creatividad será nutrida con sus otras dotes cerebrales. Me explico: Su adicción por las letras será tal que se desprenderá de muchas de sus actividades cotidianas y se centrará mas en su trabajo... Tampoco quiero exagerar; pero será algo muy similar a lo que le ocurre a esos brokers de la bolsa que están enfrascados entre los números y los gráficos incluso cuando salen de la bolsa o de sus oficinas.
- Me está asustando... Y pensé que estaría deseando venderme el producto.
- Lo estoy. Y se lo venderé, por supuesto, pero antes ha de saber de sus consecuencias. El White es nuestro último producto, anhelado por cientos de artistas como si fuera la musa de la inspiración hecha realidad, y no vamos a engañar a nadie con el objeto de ganar un poco mas.
- ¿Cuánto?
- El cincuenta por ciento de sus derechos de autor.
Redlong abrió los ojos desmesuradamente. Nunca, ni con su mujer, había compartido el cincuenta por ciento de nada.
- Eso es una barbaridad.
- Dependerá de sus ingresos, señor Redlong - dijo Hansen removiendo tranquilamente el trasero encima del sillón -. Actualmente - añadió cruelmente -, dicha mitad no nos daría ni para tomarnos un café.
Redlong bajó la cabeza para ocultar todos sus sentimientos: vergüenza, rabia, indignación; y se dio cuenta de que lo que mas deseaba en esos momentos era poder escapar de allí, alejarse de cualquier tipo de ayuda externa de la que nunca antes había necesitado. No obstante, no lo hizo, y cuando salió de la oficina, unos minutos después, fue para bajar hasta el sótano del edificio en donde iba a recibir su primera dosis de White.


2

Redlong se sentó ante el ordenador, abrió un documento en blanco, y estuvo un buen rato dejándose cegar por tan inmaculado deslumbramiento. Se levantó del sillón, abrió las ventanas de par en par, y dejó que la brisa empujara con suavidad el visillo de las cortinas.
Nada. No sucedía nada extraño.
Quizás era demasiado pronto para saber de los efectos de lo que le habían inoculado o, quizás también, todo había sido un gran timo en el que se había dejado caer.... desesperado.
Se sentó de nuevo. A rumbo, pulso una tecla con su índice, y sobre la pantalla nació una: "ñ". Una diminuta y característica letra que apareció coqueta y distinguida entre la inmensidad del documento, un pequeño símbolo que poco significaba y que, sin embargo, se resaltaba entre el infinito.
Ñ: de engañado, de ñoño, de sueño, de amaño, de...
De repente, sus manos se vieron presa de un cierto nerviosismo, trastablillándose sus dedos encima del teclado, y comenzó a escribir lo primero que se le venía a la cabeza: En un principio simples dislates sin orden ni significado que simplemente rellenaban la hoja en blanco del ordenador. No obstante, no bien llevaba diez o doce líneas cuando vio todo mucho más claro. Las cincuenta o sesenta palabras allí escritas tenían tantas vueltas, tantas historias, tantos diferentes significados, que por obra y gracia de su imaginación, iban a tener una historia en común... El poder se estaba trasladando desde su mente hacia sus extremidades y, Redlong, con una enorme y satisfecha sonrisa, empezó a volcar toda esa energía en una historia que muy pronto conmovería al mundo.

3

El éxito no tardó en llegar. Su editor, sus críticos habituales, su cuenta corriente, le agradecieron su vuelta a la vida narrativa y la novela fue todo un bet-seller. Incluso un afamado hombre de negocios le propuso que él sería el próximo ganador de un conocido certamen literario y, como no, confiado en sus posibilidades acepto el reto con tanta fe y tanta seguridad que incluso tuvo el valor de pedirle un cuantioso adelanto del millón de euros en que iba a consistir el futuro premio.
El mundo dejó de ahogarlo, dejó de ser gris; el mundo le pidió excusas por haberlo tratado tan mal y lo recompensó con creces por todo cuanto había padecido. Sentía, además, una verdadera pasión por su trabajo y no pasaba un solo día sin completar sus cinco mil palabras de rigor. Le era tan fácil desarrollar sobre el papel lo que argüía su imaginación que todo cuanto le estaba viniendo en forma de fama y dinero eran como regalos caídos del cielo.
Un buen día, después de su segunda novela, recibió la llamada de Cesar Valladolid, el propietario de la revista mensual "Cuentos y Fábulas", la publicación más exigente escrita en castellano. La llamada cogió por sorpresa a Redlong, que, aunque era un buen escritor, no creía estar al nivel de quienes en dicha revista trabajaban: algún que otro nobel, premio nacional, o premio Cervantes. Media docena de elegidos cuyas letras estaban impresas desde hacía años entre los clásicos del siglo.
- ¿Señor Redlong?
- Si.
- Permita que me presente: Me llamo Cesar Valladolid, y el motivo de mi llamada es el de invitarlo a publicar un cuento en nuestro próximo número de abril.
-¿Cómo?
- Si le interesa y no tiene otros compromisos apalabrados, me gustaría poder contar con su colaboración.
- Naturalmente que me interesa.
- Entonces...
- Cuente conmigo.
Un mes mas tarde, la foto de Redlong era portada de "Cuentos y fábulas" y su nombre comenzó a mentarse por todos los foros del país con reportajes en la prensa, entrevistas en la radio y en la televisión, y alguna que otra discusión salida de tono en la que los envidiosos expulsaban sapos y serpientes en contra de él. Pero, esto último, era normal: era un elegido, lo sabía, y se gustaba casi tanto de los rencores como de los dulces comentarios de sus admiradores.
La colaboración de invitado en la revista pasó a ser continua y compartió el espacio de la revista con cuatro escritores mas, convirtiéndose en habitual.
Estaba en la gloria hasta que...
4
Su status literario comenzó a verse amenazado por sus compañeros de edición. No es que estuviera bajando la guardia en cuanto a su trabajo. No. Seguía en su nivel habitual, quizás mejorándose con el tiempo; sin embargo, los demás escritores de la revista, como tocados por un ángel del cielo, comenzaron a escribir verdaderas joyas en forma de cuentos y poesía, y raro era el número en que no destacara uno de ellos y él, Redlong, sin embargo, se quedara con las simples aprobaciones superficiales de la crítica.
Estaba claro que si no escribía algo importante dentro del año pronto iba a pasar a la reserva, desplazado por algún novato emprendedor e imaginativo, y no quería volver a caer en el pozo por nada del mundo.
Era el momento apropiado para pasarse por los laboratorios NILL-BOK y aumentar la dosis de la milagrosa medicina:
- Bienvenido Mr. Redlong - le dijo el alegre sub-director del laboratorio, el señor Hansen, un soleado miércoles de Junio.
- Hola.
Había cambiado por completo la decoración de su despacho y, si antes el tema que inspiraba todos los detalles era de origen marinero, ahora los cuadros y las esculturas se centraban en el cuerpo masculino, en desnudos inocentes que rebelaban al hombre como una criaturilla más de la naturaleza.
- ¿A qué debo tan grata visita? No creo que, viendo lo que veo, tenga demasiadas quejas - repuso Hansen ante su inmaculado traje de cara marca italiana.
- Y ustedes, con mi cachito de cincuenta... cincuenta, tampoco.
Hansen lo señaló con el índice, como aprobando su agudeza.
- ¿Y bien?
- Necesito aumentar la dosis.
- ¿Por?
- Considero que estoy en un punto de estancamiento, que mi meta está un poco mas arriba, y...
- Es usted muy ambicioso.
- Como ustedes.
- Efectivamente.
- ¿Y bien?
- Estamos para servirle señor Redlong. Ahora bien...
- ¿Qué?
- Eso supondrá que el cincuenta por ciento sea un porcentaje bastante escuálido para lo que va a recibir.
Redlong, como la última vez que había estado allí, se revolvió inquieto en su asiento.
- ¡Pero no es justo! Si yo prospero, mi fortuna aumenta y la mitad de mi fortuna también.
- Pues váyase tranquilo, por esa puerta, señor Redlong.
- ¿Cuánto? - dijo al fin el escritor, sabiendo que no tenía demasiadas opciones.
- El ochenta por cien de sus ingresos.
Redlong abrió la boca con la sorpresa. Entregar el ochenta por cien de su salario iba a ser de lo más doloroso que había hecho en toda su vida. ¿En cuantas de sus novelas hacía mención a la explotación, incluso al esclavismo, y ahora, ahora, se convertía en uno de sus más miserables personajes?
- Acepto - dijo sin mas, con toda seriedad, y sabiendo que cuando menos, las sanguijuelas de ese laboratorio no le usurpaban la fama, la gloria.

5

Aumentó. Todo aumentó. El nivel de sus trabajos, el caudal de sus ingresos, su fama, su relevancia mundial... y la de sus compañeros de revista, al cabo del tiempo, también.
Cuando Redlong creía haberse puesto a la par de los mejores, volvió a suceder que se encontró ante la mejor generación de escritores del último medio siglo y no pudo menos que admirar entre lágrimas y envidias que iba a necesitar de otro empujoncito:
Mas dosis, mas porcentaje para los laboratorios NILL-BOK, y, al cabo del tiempo, mismos resultados...
Estaba luchando contra un enemigo imbatible que, seguramente, disponía de sus mismas armas pero que iban algo adelantados con respecto a él. Si, no le cabía la menor duda. Los demás autores estaban dopados hasta las tetas con su misma medicina y, seguramente, trabajaban gratis por la simple gloria.
Pero eso no le iba a suceder a él. No iba a dejarse la piel por un premio Nobel, por compartir estantería con los grandes clásicos. De eso nada. Si había un límite para él, ya lo había tocado. Dejaría de tomar esa mierda que tantas y tantas historias provocaba desde su cabeza hasta el papel y volvería por sus fueros, cuando para articular un par de párrafos tenía que esforzar su vista.
Por todo ello, por esa decisión de alejarse de lo artificial, voló hasta Bolonia, hacia los conocidos laboratorios NILL-BOK, y pidió una entrevista con Hansen.
- Voy a dejarlo todo.
- ¿Cómo dice?
- Que voy a dejarlo todo. No puedo seguir con esta farsa.
- ¿Se da cuenta de lo que pierde con esa decisión?
- Lo se. Pero me es imposible llegar a la cima. Ustedes han suministrado el White a gente más capacitada que yo para el trabajo y...
- No.
- ¿?
- Hemos suministrado el White a unos cuantos actores, a siete u ocho pintores, a un par de políticos... y a un escritor de tratados filosóficos.
Redlong se quedó mudo. No podía ser. El tipo que tenía enfrente tenía que estar mintiendo.
- Sin embargo, también hacen uso de nuestros servicios - añadió Hansen.
- ¿Quienes...
- Sus compañeros en la revista "Cuentos y fábulas", por ejemplo.... ¿no lo sabía?
El escritor movió, atolondrado, la cabeza. No entendía nada.
- ¿Existe luego otro producto? - dijo al fin.
Hansen movió de lado a lado su cabeza, negando.
- ¿Entonces?
- NILL-BOK es una gran empresa. Tiene su sección biogenética, su sección bioquímica, y, finalmente, su sección tecnológica.
- ¿Tecnológica?
- Si, maquinitas llenas de cables que hacen de todo...
- No.
- Si, señor Redlong.
- No puede...
- Claro que puede. Usted ha estado compitiendo con unos fabulosos, y nunca mejor dicho, programas de informática que generan arte, belleza, sentimientos, y enormes cantidades de gloria a quienes suplen simplemente en el trabajo.
- No....
Redlong vio como se detenía el tiempo. El mundo era una mierda. La literatura, aquello que hasta hacía unos momentos había amado con todo su ser, el fruto de unos circuitos.
- Además, señor Redlong, es mucho más limpio que el White. No tiene porque preocuparse por sus efectos en la salud y...
- ¡Pero es un engaño!
- El White también lo era... y supongo que el vino que tomaba Cervantes y todos sus parientes del gremio.
Redlong se levantó. Debía abandonar aquel lugar cuanto antes. Estaba en la cueva del diablo y necesitaba respirar un poco de bien cuanto antes.
Sin embargo, cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta, el señor Hansen, sub-director de los laboratorios NILL-BOK, susurró por detrás un porcentaje bastante aceptable y, con lágrimas en los ojos, Redlong detuvo su paso.

miércoles, septiembre 03, 2008

A conciencia

El tipo puso el disco encima de la mesa y lo empujó hacia mí, deslizándolo con suavidad sobre el oscuro barniz, dando un cierto suspense o emoción a dicho movimiento.
- ¿Está ahí? - pregunté.
El tipo asintió.
Miré con resignación el disco y busqué la billetera en mi chaqueta. Tenía que pagar por el trabajo realizado y lo iba a hacer incluso antes de haber visto el contenido.
El tipo, un tal López, se dio cuenta de que iba a cobrar los seis mil euros acordados y carraspeó nervioso, haciendo patinar la nuez sobre su cuello de arriba abajo y a una velocidad de vértigo.
No obstante, me equivoqué de bolsillo y eso me dio tiempo a alargar la conversación.
- ¿Es habitual?
- ¿Lo qué?
- Esto - dije señalándole el disco -: los cuernos. Descubrir un engaño.
- Bueno, menos de lo que parece. Por lo general se trata de malos entendidos, o de celos, y lo mas corriente, cuando sucede, es que ya se sepa del engaño y se acuda a un investigador privado en busca de pruebas que verifiquen el hecho... El hecho ante un mas que posible litigio judicial. Ya sabe, cosas de dinero.
Encontré la cartera en el otro bolsillo, en el izquierdo, y la coloqué sobre la mesa al lado mismo del disco.
- Entonces... soy un caso raro.
- No, tampoco es eso. Lo que le ha ocurrido a usted, también sucede. Tengo descubierto un buen número de casos similares. De eso puede estar seguro, solo que...
- ¿Qué? - inquirí ante su pausa.
- Sólo que, ya digo, no es lo más habitual.
Abrí la billetera y busqué los billetes en su interior.
Uno, dos, tres...
- ¿Las imágenes son muy... son...?
- Son nítidas - me respondió.
- ¿Y...?
- Fuertes. Son fuertes.
- ¿Cómo de fuertes? - pregunté.
La nuez del investigador privado volvió a hacer un recorrido relampagueante por el gaznate. El hombre quería cobrar de una vez y no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación en esos momentos.
- Usted mismo - me dijo señalando el disco.
Chasqueé la lengua dentro de mi boca en claro gesto de fastidio, prendí de malos modos la punta del cigarrillo, por una esquina, y miré en mi derredor, contemplando la clientela de la cafetería con tan poca fijación que la gente me parecían maniquíes sin rostro.
- Es que no quiero verlo - dije azorado.
- Pero...
- Si, ya se que es la prueba de la infidelidad, y que le ha costado mucho trabajo, pero... como comprenderá... Es muy doloroso para mí.
- ¿Entonces?
- Me gustaría fiarme de su palabra.
- Ah... - asintió nervioso el hombre, aunque no se si porque al final comprendía mi situación o, si al contrario, porque por un momento pensó en que quizás yo no tenía la intención de pagarle.
- Pues es verdad - dijo rápidamente -. Su mujer le engaña.
Saqué los seis mil euros de su refugio y se los entregué.
El tal López suspiró sin disimulo alguno. Sin duda, estaba necesitado de dinero. Se levantó con energía, como un tiro, y sin despedirse ni pagar el café que había tomado se largó de la cafetería.
Yo, por el contrario, me quedé un buen rato allí sentado, mirando el reflejo plateado del disco, escuchando el murmullo constante de las conversaciones, viendo como pasaban los coches por la avenida.
- Me cobra - le dije al camarero.
Me alcé de mi sitio sin muchos ánimos e hice el amago de dejar el disco allí mismo, sobre la mesa. Más, me pudo la razón y lo metí en el bolsillo con la intención de deshacerme del mismo mas adelante.
Salí a la calle y una suave brisa se encontró con mi rostro y con mi mente abotargada.
No puede ser, no puede ser, no puede ser, me decía por mis adentros, recorriendo todos y cada uno de los gestos de mi mujer en el retrato de mi memoria, analizando su inacabable multitud de proclamas de amor... recordando su sabor, su olor, su sonido.
No puede ser.
Abrí la tapadera de un contenedor y tiré el disco en su interior.
De camino a casa, lloré como un niño que se ha perdido entre la multitud, a borbotones.
Afligido, incrédulo, e indeciso... racionalmente muerto y con el corazón hecho trizas, caí en la cuenta de lo mucho que me dolía la situación y cuando llegué a casa no pude hacer lo que inicialmente tenía previsto: No pude mandarla a la mierda.
Ya lo haría mas tarde.
Pero no fue así. No lo hice. Ni al día siguiente ni al otro. Yo amaba con locura a mi mujer y solo hasta que cierto día, seis meses después, un correo electrónico con remite anónimo me llegó al buzón de mi ordenador, caí en la cuenta del engaño en el que estaba viviendo. El correo me indicaba una dirección de una página web en donde pude ver a mi mujer corriéndose como una perra en los brazos de otro hombre, sorbiendo una polla que no era la mía, refregándose y gozando lo indecible tal y como indicaban sus libidinosos gestos, ronroneando.... gritando de placer, pidiendo mas y mas y mas.
Ese día sufrí una especie de shock nervioso y mi relación matrimonial acabó para siempre. Las imágenes se clavaron como un machete afilado sobre mi cerebro y luego, durante un año, fui un zombie sin vendas ni destino sobre la faz de esta tierra.
Y ahora, que ya me empiezo a encontrar medianamente recuperado, aunque no tengo demasiado claro dicho destino, sigo sin comprender ciertas cosas de ese pasado... de quien me envió el correo, de quien colgó el video en internet... quizás el mismo investigador privado... Y sobre todo, de como pasé seis meses al lado de una mujer que me la estaba dando...
... me la estaba dando a conciencia.
Mi conciencia.

lunes, agosto 11, 2008

Sin reservas



Decidido a poner fin a mi pobre existencia, alquilé un buen traje con el que despedirme adecuadamente del mundo. Jamás me había vestido de etiqueta y esa era la ocasión perfecta para hacerlo. Además, me afeité la barba y dejé que la tez blanquecina de mi cara viera la luz por primera vez en cuatro años.
Y una vez puestos…. ¿Porqué no?... me corté la larga melena de mis pelos, me duché, y me perfumé con una colonia de cincuenta euros el frasco.
- Que cachondo – me dije en cuanto me vi ante el espejo.
Si, y casi tuve pena de mi mismo, por lo que añadí en tono lamentoso:
- Menudo desperdicio.
Y es que tenía treinta años, estaba en el pleno apogeo de mis facultades físicas, también mentales, y al verme de pronto en el espejo, sin la inmundicia habitual, pues que me entró la morriña del pasado y un grupúsculo de lágrimas se reunieron en torno a mis pupilas.
Pero era un hombre de palabra y no me iba a volver atrás en la idea de acabar con mi persona.
No obstante, el final no tenía porque ser algo triste y dramático e iba a disfrutarlo hasta el último suspiro.
Salí a la calle. Hacía fresco pero no llovía. Empezaba a anochecer y la juventud corría a refugiarse entre la cerveza y el humo de sus propios cigarros.
- ¿Tiene hora, señora?
- Son las ocho.
- ¿Me permite hacerle una preguntita?
- Claro, joven.
La mujer detuvo su marcha por la acera, se colocó bien las gafas y apretó los ojillos con la intención de distinguir mis rasgos, quizás por si me conocía. Estaba más cerca de los setenta que de los sesenta y, por su amable disposición, no parecía muy apurada.
Era realmente curioso, pero estaba seguro de que esa misma disposición no sería posible un par de horas antes cuando mi aspecto de huraño y de vagabundo habría vuelto sorda toda su amabilidad.
- Verá… Si se fuera a morir muy pronto, ¿de cuanto tiempo necesitaría para despedirse correctamente de la vida?
La señora, que esperaba una pregunta más normal, sobre una dirección, una calle, abrió sus ojillos tras las lentes y tardó un buen rato en reaccionar.
- ¿Qué es… una encuesta?
- Claro, señora.
- Pero es que no entiendo muy bien la pregunta.
- Digamos que Dios le da un tiempo para dejar su conciencia tranquila.
- Esto… Yo…
- ¿Un día sería tiempo suficiente?
- Si, si – me respondió la señora mas por deshacerse de mi que por otra cosa.
- ¿Veinticuatro horas?
- Si, si.
- Gracias, señora.
Veinticuatro horas, decidí entonces. Ni un minuto más. Tenía veinticuatro horas hasta las ocho del día siguiente e iba a aprovechar cada segundo que me quedaba por vivir.
Porque el paso del tiempo no es una cuestión baladí: limita los movimientos posibles y hace que estos se tornen irreparables. Así, si quería que mis últimos actos de vida fuesen a tono con el traje que llevaba puesto no debía desperdiciar ni uno solo de mis movimientos, por lo que reparé en una pequeña lista de prioridades y me dispuse a realizarlas todas y hasta llegar a mi propia muerte.

Los amigos

Si, algún día tuve amigos…. Algún día.
En mi época de estudiante tenía mi pequeño grupo de supervivencia social y los lazos que me unían con Miguel, con Ramitos, con Rony, y con Berto, eran lo suficientemente fuertes como para no sentirme solo durante dicha etapa. Teníamos los mismos intereses u objetivos y nos unía una especie de marca juvenil que nos hacía ligeramente diferentes de los demás: La escalada. Nos encantaba trepar por cuanto acantilado se nos ponía por delante y éramos capaces de pasarnos todo el fin de semana por subirnos a una roca.
Sin embargo no estábamos lo suficientemente preparados y Rony, que era el referente principal de la pandilla, el mejor de todos, empezó a azuzarnos con sus bravuconadas, a buscar el más difícil todavía, y hasta meternos en una ladera inestable a la que nunca deberíamos haber ido.
Aun recuerdo la expresión de Berto mientras se caía hacia atrás desde una altura considerable, quizás cincuenta o sesenta metros; con sus ojos abiertos, su ceño fruncido, y sus manos intentando asirse en el vacío.
Yo no pude hacer nada por él. Estaba a mi lado, riéndose de mis resoplidos por alcanzar una vertiente, cuando vi como sus pies resbalaban en la roca hasta perder el apoyo. Al minuto siguiente, Berto estaba allá abajo, tirado sobre la gravilla de la cantera que hacía un rato estaba intentando coronar.
No pude hacer nada…. Sin embargo, tardé una temporada en comprenderlo. Me encerré en mi casa y no quise saber nada de ninguno de mis amigos. Se que Rony llegó a subir un ocho mil, que Ramitos abrió una clínica dental, y que Miguel, de su natural simpatía, acabó presentando un programa de variedades en una televisión comarcal… Por lo demás, todos intentaron sacarme de mi refugio durante un año o más, pero al final desistieron por cansancio.
- Hola Berto – le dije a mi amigo.
Su lápida sucia y enmohecida guardó silencio.
- Quizás no debería estar aquí – añadí -. Pronto, muy pronto, me voy a morir y, si es verdad que hay otra vida, pues seguramente acabaremos encontrándonos. Si…. Ya me enteré que quedaste amarrado a una silla de ruedas y que solo podías moverte del cuello para arriba… Y que todos te abandonaron: tus amigos, tu madre, que se murió de pena, y tus ganas de vivir, que finalmente desistieron de buscarte el aliento.
“ Ya ves. Como puede cambiar la vida en un minuto. Estabas riéndote, mofándote de mi, y después…. Después la nada.
Te preguntarás también porqué no fui a verte. Y la respuesta es bien sencilla: No quería verte… al menos así, postrado como un vegetal, y aun hoy, si estuvieras vivo, no te visitaría ni por todo el oro del mundo.
Se que lo comprendes, y aunque te duela y aunque me duela, lo comprendes.
En cuanto a mi vida, a lo que me queda de vida, ya ves que no voy a dejar que me pase lo que a ti. Yo voy a elegir el momento y el lugar. Yo voy a elegir cómo.
Ya, ya… Si pudieras hablar, me estarías reprendiendo, intentando convencerme de lo equivocado que estoy, de lo mucho que me queda por vivir… Pero no puedes.
Estás muerto, Berto. Y muy pronto, yo también lo estaré.
Chao Berto – me dije para los adentros dándole la espalda a la tumba -. Eras el peor escalador de todos… sin duda. Pero eras un tipo muy especial.
Chao.”

La familia

Timbré en el telefonillo del portal y me respondió una voz infantil y maravillosa.
- Abre cielo – le dije a mi hija.
Tras saludar a unos vecinos que estaban esperando el ascensor decidí subir por las escaleras. Sus miradas, acusadoras, me turbaron ligeramente y subí los escalones de dos en dos.
Tania estaba fuera, me esperaba descalza y encima de un ruedo en forma de Luna.
- Papi!!!!!!!!! – exclamó sorprendida al ver mi aspecto.
Saltó sobre mi regazo y empezó a comerme a besos. Supongo que no se acordaba de cómo sabían mis mejillas y decidió enjabonarlas con su saliva.
- ¿Y la barba?
- Me la robó un gnomo.
- ¿Y este vestido? – me preguntó tirando de la corbata.
- Se lo robé a un ogro.
- … zapatos?
- … a Homer Simpson.
- … colonia?
- A Blancanieves y sus siete porritos.
Mi hija era un saco de mimos y yo no iba a privarle de los míos. La veía muy de cuando en cuando, una vez al mes o cada dos, y si por algo me tenía en su memoria era precisamente debido a nuestras mutuas tonterías.
- ¿Quién es, Tania? – preguntó su madre desde el interior de lo que en algún tiempo había sido mi casa.
- Ya lo sabes, mamita, ya lo sabes.
- Claro que lo sabe – le dije a la niña pegando mi boca en su oreja y haciendo que se retorciera con las cosquillas.
- Pues dile que pase.
- No, gracias – le respondí a Rosa -. La última vez que me dejaste pasar por poco me matas con una esas tortillas tan sosas que haces.
Tania se río de mi pequeña maldad.
- ¿Entonces? – dijo Rosa.
- Solo quería ver a la niña.
Me senté allí mismo, encima del ruedo, y dejé que Tania se tirara encima mía desde la altura de tres o cuatro escalones.
- Me voy a morir – le dije de repente a la niña.
- ¿Ahora? – me preguntó sorprendida y como si fuera a presenciar mi defunción en ese mismo momento.
- No, dentro de unas pocas horas.
- ¿Tas enfermo?
- No hija, no. Estoy cansado, muy cansado.
- ¿De trabajar?
- De vivir. Estoy cansado de vivir. Ya he visto todo lo que tenía que ver y ya me sobra la vida.
- ¿Es qué nadie te quiere, papi?
- Que va!!!!!!! Soy el tipo mas afortunado del mundo – dije guiñándole un ojo -. Además de los perros vagabundos de la ciudad y del oso hormiguero del bosque, tengo una hija que me quiere demasiado.
- ¿Quieres ver los angelitos?
- Claro… quiero ver si tienen pilila.
Se río descaradamente y la abracé.
La abracé por ultima vez.
- Bueno, ya me voy – le dije.
- Chao papi – me dijo – Hasta pronto.
Se metió dentro, apurada, seguramente debido a alguna serie de dibujos que debían dar en la tele y yo bajé las escaleras del mismo modo que las había subido: de dos en dos y con el estómago hecho un nudo.

La luz

Me desplacé por todos los lugares que mi alma reconocía. Los rincones de la ciudad formaban parte de mi mismo y quise paladear dicha fotografía en vivo.
La calle Real y sus escaparates luminosos, el puesto de palomitas de la esquina, la tienda de discos del sótano, el adosado del suelo repleto de cáscaras de pipas, y la plaza de Rosalía al fondo, con su palmera gigante asomando por una de sus esquinas.
Los cantones, la zona de copas, el puerto, la estación de ferrocarril, mi viejo colegio, el cine.
Cerré los ojos y aspire un bocado del pasado.
¿Por qué diablos le tenía cariño a ese lugar tan decrépito? No reconocía ninguna de las voces que escuchaba a mí alrededor y, sin embargo, parecían las voces de siempre.
Abrí los ojos.
Allí estaba la taberna de Amparo, famosa por sus bocadillos de calamares, famosa por ser refugio de los trasnochadores y demás razas del mal vivir y, por supuesto, por Amparo, por su sempiterno mandil de cuadros y su….”ya me pagarás cuando puedas”.
- ¿Qué va a ser muchacho?
- Un quinto…. O sino, un tercio.
- Yo a ti te conozco.
- Claro, Amparo. Soy de la tropa… ya sabes.
- Si, ya se. Ver no veo mucho, pero solo de oír ciertas voces, ya caigo ya. Pero ya hace mucho tiempo de eso… ¿Verdad?
- Algunos años.
- ¿Y como te va?
- Bien.
- ¿Has dejado esa mierda?
Amparo me hablaba con toda la naturalidad del mundo. Era franca y directa y yo le respondía de la misma manera. A cualquier otra persona, con tanto atrevimiento, ya le habría dado puerta.
- Si, estuve a la muerte por culpa de una hepatitis y aproveche mi estancia en el hospital para desengancharme.
- Eso está muy bien.
- Claro… Aquello no era vida.
- ¿Trabajas?
- No.
- ¿Y qué piensas hacer?
- Me voy de aquí. He venido simplemente a despedirme y me voy…
- ¿Te has despedido de tu familia?
- Si, de mi hija, y de mi mejor amigo. Me he despedido de la ciudad.
Amparo abrió una cerveza para ella y bebió a morro de la misma, sin mucho estilo, pero como hacía siempre, limpiándose a continuación los labios con la mano.
- Estás invitado – me dijo.
- Gracias.
- En fin, - dijo acercando la boca de su botella a la mía, amagando un brindis – que tengas un buen viaje.
- Lo ha de ser, Amparo, lo ha de ser.
Y bebí hasta acabar con la cerveza.
La señora Amparo me miró con mucha pena, como si supiera el destino de mi viaje, y se metió a continuación en su pequeña cocina.
- Hasta luego – dije.
- Hasta luego.

La noche

Habían pasado veinticuatro horas desde el momento en que me había vestido para la ocasión. La barba volvía a asomar por encima de sus raíces y el traje empezaba a dibujar alguna que otra arruga un tanto caprichosa.
El sol se había ocultado por detrás de una nube, impidiéndome un atardecer de película, y un fino manto de lluvia se pulverizaba en el aire.
Estaba sereno, muy tranquilo, casi a mi pesar. Esperaba tener el pulso acelerado, la respiración entrecortada, pero no, nada de eso, sino todo lo contrario. Mis últimos minutos de vida estaban siendo demasiado normales.
Entré en una ferretería y pedí un paquete de presillas de plástico.
- ¿Así?
- No, más gruesas.
Salí de la ferretería y me dirigí hacia la ensenada, donde el mar giraba haciendo una curva que se comía la tierra y en donde las alcantarillas de toda la ciudad se juntaban para hacer la gran fiesta de los desperdicios. Cientos, miles de litros, se tiraban al mar sin control alguno, convirtiendo aquella ensenada en un lugar solo apto para las ratas y las lombrices.
Me introduje por la boca del gran tubo, entre los olores y las riadas de mierda, y tuve que encender el mechero para ver en la oscuridad. Mi intención era la de buscar algún lugar lo mas inaccesible posible y en donde, con suerte, las alimañas de las alcantarillas acabaran con mi cuerpo. No obstante, tras reptar cien metros por la corriente arriba, me encontré con una cerca de hierro, que me impedía seguir avanzando y, tras comprobar que no podía atravesarla, me apoyé contra ella y comprendí que aquel era el lugar.
Estaba encharcado. El traje, que había sido el orgullo del día, debía estar perdido, ribeteado con toda clase de detergentes, aceites, incluso excrementos. Menos mal que no había la luz suficiente para poder verlo…
Saqué las presillas de plástico del bolsillo de la chaqueta y me até a la verja de hierro oxidado: primero los pies, luego una mano, y al final, utilizando los dientes tiré de la presilla hasta inmovilizar mi otra mano.
Así, tal como si fuera el hombre de Vitruvio encadenado, me prendí para siempre y de forma que ya no podía soltarme. Si seguía lloviendo, seguramente moriría ahogado; si no lo hacía, si paraba de llover, moriría de hambre, devorado por las alimañas, y con el tiempo suficente para quizás lamentar mi decisión….
Porque era mi decisión y yo siempre había sido un hombre de palabra.
Siempre. Aunque eso, era algo que iba a quedar entre mi conciencia y la mierda que circulaba por entre mis piernas.


Adiós pues. Adiós apestoso mundo cruel.